Oficio de Lecturas

V. Señor, ábreme los labios.
R. Y mi boca proclamará tu alabanza.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

INVITATORIO

Ant. Demos vítores al Señor, aclamándolo con cantos.

Salmo 94

Venid, aclamemos al Señor,
demos vítores a la Roca que nos salva;
entremos a su presencia dándole gracias,
aclamándolo con cantos.

Porque el Señor es un Dios grande,
soberano de todos los dioses:
tiene en su mano las simas de la tierra,
son suyas las cumbres de los montes.
Suyo es el mar, porque él lo hizo,
la tierra firme que modelaron sus manos.

Venid, postrémonos por tierra,
bendiciendo al Señor, creador nuestro.
Porque él es nuestro Dios,
y nosotros su pueblo,
el rebaño que él guía.

Ojalá escuchéis hoy su voz:
"No endurezcáis el corazón como en Meribá,
como el día de Masá en el desierto:
cuando vuestros padres me pusieron a prueba,
y dudaron de mí, aunque habían visto mis obras."

Durante cuarenta años
aquella generación me repugnó, y dije:
"Es un pueblo de corazón extraviado,
que no reconoce mi camino;
por eso he jurado en mi cólera
que no entrarán en mi descanso."

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Demos vítores al Señor, aclamándolo con cantos.

HIMNO

En el principio, tu Palabra.
Antes que el sol ardiera,
antes del mar y las montañas,
antes de las constelaciones
nos amó tu Palabra.
 
Desde tu seno, Padre,
era sonrisa su mirada,
era ternura su sonrisa,
era calor de brasa.
En el principio, tu Palabra.
 
Todo se hizo de nuevo,
todo salió sin mancha,
desde el arrullo del río
hasta el rocío y la escarcha;
nuevo el canto de los pájaros,
porque habló tu Palabra.
 
Y nos sigues hablando todo el día,
aunque matemos la mañana
y desperdiciemos la tarde,
y asesinemos la alborada.
Como una espada de fuego,
en el principio, tu Palabra.
 
Llénanos de tu presencia, Padre;
Espíritu, satúranos de tu fragancia;
danos palabras para responderte,
Hijo, eterna Palabra. Amén.

SALMODIA

Ant. 1. Qué bueno es el Dios de Israel para los justos.

Salmo 72
POR QUÉ SUFRE EL JUSTO
¡Dichoso el que no se siente defraudado por mí! (Mt 11, 6).
I

¡Qué bueno es Dios para el justo,
el Señor para los limpios de corazón!
 
Pero yo por poco doy un mal paso,
casi resbalaron mis pisadas:
porque envidiaba a los perversos,
viendo prosperar a los malvados.
 
Para ellos no hay sinsabores,
están sanos y orondos;
no pasan las fatigas humanas,
ni sufren como los demás.
 
Por eso su collar es el orgullo,
y los cubre un vestido de violencia;
de las carnes les rezuma la maldad,
el corazón les rebosa de malas ideas.
 
Insultan y hablan mal,
y desde lo alto amenazan con la opresión.
Su boca se atreve con el cielo.
Y su lengua recorre la tierra.
 
Por eso mi pueblo se vuelve a ellos
y se bebe sus palabras.
Ellos dicen: "¿Es que Dios lo va a saber,
se va a enterar el Altísimo?"
Así son los malvados:
siempre seguros, acumulan riquezas.

Ant. Qué bueno es el Dios de Israel para los justos.

Ant. 2. Su risa se convertirá en llanto, y su alegría en tristeza.

II

Entonces, ¿para qué he limpiado yo mi corazón
y he lavado en la inocencia mis manos?
¿Para qué aguanto yo todo el día
y me corrijo cada mañana?
 
Si yo dijera: "Voy a hablar con ellos",
renegaría de la estirpe de tus hijos.
 
Meditaba yo para entenderlo,
porque me resultaba muy difícil;
hasta que entré en el misterio de Dios,
y comprendí el destino de ellos.
 
Es verdad: los pones en el resbaladero,
los precipitas en la ruina;
en un momento causan horror,
y acaban consumidos de espanto.
 
Como un sueño al despertar, Señor,
al despertarte desprecias sus sombras.

Ant. Su risa se convertirá en llanto, y su alegría en tristeza.

Ant. 3. Para mí lo bueno es estar junto a Dios, pues los que se alejan de ti se pierden.

III

Cuando mi corazón se agriaba
y me punzaba mi interior,
yo era un necio y un ignorante,
yo era un animal ante ti.
 
Pero yo siempre estaré contigo,
tú agarrarás mi mano derecha,
me guías según tus planes,
y me llevas a un destino glorioso.
 
¿No te tengo a ti en el cielo?
Y contigo, ¿qué me importa la tierra?
Se consumen mi corazón y mi carne
por Dios, mi lote perpetuo.
 
Sí: los que se alejan de ti se pierden;
tú destruyes a los que te son infieles.
 
Para mí lo bueno es estar junto a Dios,
hacer del Señor mi refugio,
y contar todas tus acciones
en las puertas de Sión.

Ant. Para mí lo bueno es estar junto a Dios, pues los que se alejan de ti se pierden.

VERSÍCULO

V. Qué dulce al paladar tu promesa, Señor.
R. Más que miel en la boca.

PRIMERA LECTURA

Del libro del profeta Ageo 2, 10-23
BENDICIONES FUTURAS. PROMESAS HECHAS A ZOROBABEL

El segundo año de Darío, el veinticuatro del mes noveno, recibió el profeta Ageo esta palabra del Señor: «Así dice el Señor de los ejércitos: Consulta a los sacerdotes el caso siquiente: "Si uno toca carne consagrada con la orla del vestido y toca con ella pan o caldo o vino o aceite o cualquier alimento, ¿quedan consagrados?"» Los sacerdotes respondieron que no, Ageo añadió: «Y si cualquiera de esas cosas toca un cadáver, ¿queda contaminada?» Los sacerdotes respondieron que sí. Y Ageo replicó: «Pues lo mismo le pasa a este pueblo y nación respecto a mí: todas las obras que me ofrecen están contaminadas. Ahora bien, fijaos en el tiempo antes de construir el templo: ¿cómo os iba? El montón que calculabais pesar veinte pesaba diez; calculabais sacar cincuenta cubos del lagar, y sacabais veinte. Hería con tizón y neguilla y granizo vuestras labores, y no os volvíais a mí -oráculo del Señor-. Ahora, mirando hacia atrás, fijaos en el día veinticuatro del mes noveno, cuando se echaron los cimientos del templo del Señor: ¿Quedaba grano en el granero? Viñas, higueras, granados y olivos no producían. A partir de ese día, los bendigo.» El veinticuatro del mismo mes recibió Ageo otra palabra del Señor: «Di a Zorobabel, gobernador de Judea: "Haré temblar cielo y tierra, volcaré los tronos reales, destruiré el poder de los reinos paganos, volcaré carros y aurigas, caballos y jinetes morirán a manos de sus camaradas. Aquel día - oráculo del Señor de los ejércitos-, te tomaré, Zorobabel, hijo de Salatiel, siervo mío -oráculo del Señor-; te haré mi sello, porque te he elegido -oráculo del Señor de los ejércitos-."»

RESPONSORIO Ag 2, 7. 9b

V. Pondré en movimiento los pueblos; vendrán las riquezas de todo el mundo, 
R. Llenaré de gloria este templo.
V. Y en este sitio, daré la paz, dice el señor de los ejércitos.
R. Llenaré de gloria este templo.

SEGUNDA LECTURA

Del tratado de san Fulgencio de Ruspe, obispo, contra Fabiano
(Cap. 28,16-19: CCL 91 A, 813-814)
LA PARTICIPACIÓN DEL CUERPO Y SANGRE DE CRISTO NOS SANTIFICA

Cuando ofrecemos nuestro sacrificio, realizamos aquello mismo que nos mandó el Salvador; así nos lo atestigua el Apóstol, al decir: El Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: "Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía". Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: "Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía". Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva. Nuestro sacrificio, por tanto, se ofrece para proclamar la muerte del Señor y para reavivar, con esta conmemoración, la memoria de aquel que por nosotros entregó su propia vida. Ha sido el mismo Señor quien ha dicho: Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Y, porque Cristo murió por nuestro amor, cuando hacemos conmemoración de su muerte en nuestro sacrificio, pedimos que venga el Espíritu Santo y nos comunique el amor; suplicamos fervorosamente que aquel mismo amor que impulsó a Cristo a dejarse crucificar por nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nuestros propios corazones, con objeto de que consideremos al mundo como crucificado para nosotros, y nosotros sepamos vivir crucificados para el mundo; así, imitando la muerte de nuestro Señor, como Cristo murió al pecado de una vez para siempre, y su vivir es un vivir para Dios, también nosotros andemos en una vida nueva, y, llenos de caridad, muertos para el pecado vivamos para Dios. El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado, y la participación del cuerpo y sangre de Cristo, cuando comemos el pan y bebemos el cáliz, nos lo recuerda, insinuándonos, con ello, que también nosotros debemos morir al mundo y tener nuestra vida escondida con la de Cristo en Dios, crucificando nuestra carne con sus concupiscencias y pecados. Debemos decir, pues, que todos los fieles que aman a Dios y a su prójimo, aunque no lleguen a beber el cáliz de una muerte corporal, deben beber, sin embargo, el cáliz del amor del Señor, embriagados con el cual, mortificarán sus miembros en la tierra y, revestidos de nuestro Señor Jesucristo, no se entregarán ya a los deseos y placeres de la carne ni vivirán dedicados a los bienes visibles, sino a los invisibles. De este modo, beberán el cáliz del Señor y alimentarán con él la caridad, sin la cual, aunque haya quien entregue su propio cuerpo a las llamas, de nada le aprovechará. En cambio, cuando poseemos el don de esta caridad, llegamos a convertirnos realmente en aquello mismo que sacramentalmente celebramos en nuestro sacrificio.

RESPONSORIO Sal 87, 2-3; I-s 26, 8

V. Señor, Dios mío, de día te pido auxilio, de noche grito en tu presencia;
R. Llegue hasta ti mi súplica.
V. Ansío tu nombre y tu recuerdo.
R. Llegue hasta ti mi súplica.

ORACIÓN

Te pedimos, Señor, que tu gracia continuamente nos preceda y acompañe, de manera que estemos dispuestos a obrar siempre el bien. Por nuestro Señor Jesucristo.

CONCLUSIÓN 

V. Bendigamos al Señor.  
R. Demos gracias a Dios.